Salud

Dislate Monosexual

Edición 01

Armando Gutiérrez Escalante
En lo personal, en lo que al humano y su hacer en el mundo respecta, la práctica totalidad de los mono- me parecen insostenibles. Del monoteísmo al monopolio, de la monogamia a la monotonía: la obcecación en una única posibilidad resulta, la más de las veces, en catástrofes y en el uso y abuso del poder para hacerla valer.

Con todo, los últimos 1.600 años en la historia de la humanidad, casi podrían entenderse como la historia de la implantación de un modelo monobiótico: un modelo obsesionado con generalizar una única manera de vivir. Una historia que inicia con la imposición violenta y que, paulatinamente, refina sus métodos de propagación, diseminándose revestido por una membrana de valores. En términos más asequibles: lo que ayer se impuso, fuego y espada mediante, hoy nos resulta no sólo normal sino hasta deseable.

Vestida de blanco llegar al altar, cantan versos, estribillos, presbíteros y mujeres de toda índole, desde hace siglos. El blanco, para los occidentales, es símbolo de pureza; y en estos casos, pureza significa el sacrificio de la vida erótica. En teoría, se casan de blanco las mujeres vírgenes. La costumbre nos llega, como casi todo el rito nupcial, de la antigua Roma. En aquel entones, una mujer virgen era altamente valuada en el mercado pues, apropiadamente enclaustrada en su casa, garantizaba la irrefutable paternidad del comprador. El padre de una hija desvirgada tenía, desde luego, derecho a asesinarla por las pérdidas monetarias que aquello implicaba o a exigir al responsable el justo pago de la mercancía.

El vestido blanco es romano pero el sustrato ideológico es anterior; data de un tiempo en el que las mujeres fueron moneda corriente y propiedad de un hombre; de tiempos de indecible barbarie, por lo que no es, en lo absoluto, extraño que esté estipulado en ese compendio de amor que hoy tenemos a bien llamar Antiguo Testamento; ni que sean, precisamente, las iglesias que hoy dan continuidad a estas necedades las que se empeñan en sostener la importancia de la virginidad.

Los tiempos han cambiado: hoy ya no se vende abiertamente a las mujeres, por lo que, para mantener el negocio, los argumentos también han tenido que cambiar: el valor monetario se ha convertido en un romántico valor moral. Así, según el último agregado al santoral: Karol Wojtyla, la castidad: “no significa absolutamente rechazo ni menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su realización plena.”

No, sencillamente es la: “forma suprema del don de uno mismo que constituye el sentido mismo de la sexualidad humana.”

Imagino que a Dios y Juan Pablo les resultará muy lógico; pero para efectos más terrenos: la virginidad, la castidad o la supresión de la vida erótica no tienen sustento alguno más allá del machismo y la sacrosanta estulticia, que sólo pueden devenir en neurosis, culpas, tormentos y amarguras; cualquier mal que se atribuya a su “pérdida” es una falacia. Toda actividad erótica consensuada, no coaccionada, sin daño a un tercero y entre personas capaces de entender lo que están haciendo puede ser pura, placentera, divertida, sana, educativa y edificante; no hay porqué arruinarla con insensateces.